Hace unos años entrevisté a Luisa Cuesta en su casa. Recuerdo que una tarde me recibió con una mesa con galletas y me ofreció té o café. “Café está bien”, le dije. La observé ir y venir en silencio. Era un cuerpo frágil que se movía con la firmeza de un rayo.
Cuando apareció con el café - que traía en una taza antigua y de colores - , se sentó al otro lado de la mesa. Hablamos un largo rato. Me contó su vida y su crianza en una familia de anarquistas. En un momento, cuando la noche ya se colaba por la ventana, le pregunté por su hijo Nebio. Sobre todo, por la mañana de principios de 1976 cuando se enteró de su desaparición. Ella trabajaba en ese entonces en un taller de chapa y pintura. El dueño del local atendió una llamada desde Buenos Aires. “Es para vos, Luisa”, le dijo extendiéndole el tubo. Luisa sonrió y se aprontó para oír noticias de su hijo, su nuera Alicia y su pequeña nieta, Soledad, que vivían en Argentina desde casi tres años antes y la llamaban con cierta frecuencia. La frecuencia que les permitía una vida clandestina. Él había militado en el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y ambos estaban requeridos por la dictadura uruguaya y debieron refugiarse en la capital argentina.
Luisa se apoyó el tubo en la oreja. Aún no lo sabía, pero menos de un día después, se subiría a un avión de Pluna que la llevaría a Buenos Aires; estaría allí durante nueve meses buscando a su hijo y luego se vería obligada a irse a vivir a Holanda como refugiada política. Aún no lo sabía pero recién volvería a su casa casi 10 años después. Aquel iba a ser su último día de trabajo en el taller. Se apoyó el tubo en la oreja y la sonrisa se le borró de golpe. “Nebio está enfermo”, le dijeron del otro lado. Aquella frase era la clave que habían pactado usar para notificarla de que Nebio había sido secuestrado. Aún no lo sabía, pero cuando colgó el tubo, desconcertada, Luisa Cuesta se terminaba de agregar a la larga lista de mujeres uruguayas que la dictadura transformaría en madres de desaparecidos. Antes de eso había recogido algunas otras etiquetas. Para algunos vecinos era “judía y comunista”. Lo primero por no ser católica; lo segundo por pertenecer a una familia de anarquistas. Por si fuera poco, fue madre casi soltera. Para los militares que la habían detenido tres años antes, al otro día del golpe de Estado en 1973, era “peligrosa”, a pesar de no tener casi militancia política. Por eso la dejaron nueves meses recluida en una carpa que montaron en el cuartel de Mercedes.
Para muchos, para nosotros, para casi todos, terminaría siendo una madre símbolo en la búsqueda de los desaparecidos durante la dictadura.
“No me daba cuenta mucho de lo que pasaba”, me dijo. “No lo aquilataba realmente. No compraba diarios, no leía cosas. Por lo general escuchaba la radio de Buenos Aires y no la de Montevideo porque allá en Mercedes se oía mejor. No tenía televisión. Cuando llegó la dictadura me empecé a preocupar un poco por la situación de mi hijo y de Alicia. Y además estaba la nena, que a esas alturas tenía dos años y algo. Era chiquita. A Nebio poco antes le habían dado un balazo en una manifestación frente a la Facultad de Arquitectura. Él contó que vio al militar que se agachó y le apuntó pero no se dio cuenta que era un balazo, que le habían dado. Pero más suerte no pudo haber tenido. Le entró en el brazo derecho, le salió acá y entró acá (se toca debajo del brazo), le recorrió todas las costillas y no le tocó ni un órgano. ¿Sabe lo que es no tocarle un órgano? Mi patrón fue a decirme. “Luisa, mira que llamaron que a tu hijo le dieron un balazo” Me vine para Montevideo. Estaba internado en el Casmu y cuando entro a verlo me dice “¿por qué viniste mama?” (risas).
Me contó también sobre las dos veces que fue detenida y llevada a un cuartel. “Yo era la más vieja, ni que hablar”, me dijo. “Era pura gente joven. Había dos que eran maestras pero eran jóvenes. Había una que era telefonista. Pero la única vieja era yo (risas). La primera vez que me llevaron me tuvieron tres días sentada en una silla. Y después me soltaron. Yo no tenía llave de la casa, me hicieron poner en la dictadura, porque en el Interior se dejaba la puerta abierta. Me llevaron a un cuartel. Uno de los milicos se me acercó y me preguntó “’¿usted lleva quiniela?”, porque estaba de moda llevar presas a las que levantaban quiniela (risas) Cuando le dije que no, se quedó pensando y me dijo “entonces usted es comunista”. “No”, le dije. “Y entonces por qué esta acá” me dijo. “Y si no saben ustedes cómo puedo saber yo”, les dije (risas) Ahí estaba sola. Me vinieron a buscar de noche y a los tres días me soltaron. Capaz que no era dictadura, quizás estaba Pacheco. Al tiempo me volvieron a llevar y ahí estuve nueve meses. Ya estábamos en dictadura.
- ¿Cómo fue ese segundo encierro?
- Estuve nueve meses. Había otra gente, gente del PCR, toda gente de Mercedes. Yo los conocía a todos, porque era una ciudad chica. Al principio estuvimos en una carpa de las de Vietnam donde nos tenían a todos presos y entreverados, varones y mujeres. Te tenían todo el día con la vista tapada con una venda y sentado en el mismo colchón que después dormías. Y si de noche te sacabas la venda dormida te golpeaban para que te la pusieras. Ahí estuve un rato largo en la carpa. Me llevaron el 28 de junio, al otro día del golpe. Y pase a juez el 30 de agosto.
- ¿Cómo era el día a día en el cuartel?
- A mí me comían las pulgas. ¡Pero me comían las pulgas! Ninguno tenía tantas pulgas como yo. Les decía “guárdense las pulgas, me las están tirando todas a mi?” (risas) Una casada con mi sobrino me lavaba la ropa. Y un día me trajo la ropa y le dio a los milicos una máquina de flit para que yo le echara a las pulgas. Los milicos me querían comer, porque cómo yo había mandado a pedir el flit. Pero yo no había pedido nada, ella vio las pulgas en la ropa. Un día levantaron la carpa porque había sol. Yo no tenía los lentes porque me los habían sacado pero yo me propuse buscar las pulgas bajo el sol. Me tenían enferma. La cuestión es que pasó el sargento y como me había sacado la venda lo veo pasar por el otro lado de la carpa. El tipo se detiene y supuse que me iba a hacer bajar la venda. Pensé “no me la bajo nada, que venga y me la baje él”. Seguí buscando pulgas, delante de él. Entonces Ricardo Blanco va y le dice “Saca a Luisa de la carpa. Esta loca” Y el le dice “¿me lo vas a decir a mi que recién la vi tratando de matar pulgas sin lentes” (risas).
- ¿Cómo era el trato de los guardias?
- No había golpes. A mí solo una vez uno me metió el dedo en el ojo. Hasta el día de hoy me acuerdo de su apellido, Pérez, que me metió el dedo en el ojo porque se me había corrido la venda. Me la había colocado mal y me metió el dedo en el ojo y me hizo saltar.
- ¿Tuvo miedo usted o alguien del grupo?
- No, nos habíamos acostumbrado a la rutina. Nos llamaban al interrogatorio y volvíamos. Después tuvimos una vez problemas porque separaron a los varones del galpón que estaban y a las mujeres nos pasaron a una pieza. Ahí ya éramos seis. Cuatro dormíamos en cuchetas y dos en el piso en un colchón, en la misma pieza. Era una pieza que tenía puerta y pared y arriba tejido que se comunicaba con el galpón de los varones. Oíamos todas las conversaciones de ellos y una vez uno se puso a cantar un verso medio verde y nosotros nos rebelamos y del otro lado empezamos a cantar “Cuando canta el gallo rojo” (risas) A todo lo que da. Nos hicieron callar a todos (risas) Entre las mujeres hablábamos de todo. Las que tenían visita comentaban las novedades que traían de afuera. Las que no teníamos visita, como yo, compartíamos. Después empecé a tener visitas. Mi hermana, pobre, viajaba desde Montevideo para visitarme. Después, cuando se despedía, me decía “portate bien” y los milicos me tomaban el pelo con eso (risas) Al salir tenía que presentarme en el cuartel todos los primeros de cada mes.
- ¿Ahí sabía algo de su hijo, su nuera y su nieta, en qué situación estaban?
- Ah, si, me llegaba y de la forma que nunca imaginaron los milicos. Mi hijo, a mi hermana mayor, la que me había criado, como cuando era niño no le salía “tía Carmencita” le decía “Cacalita”. Entonces mi sobrina me escribía al cuartel y para contarme de Nebio me decía medio en clave “Ah, ¿sabes con quién me encontré? Con Cacalita, está lo más bien. Te manda muchos saludos. Que estes tranquila, que vos sos tranquila. Que te portes bien”. Me hablaba de Cacalita como si fuese una señora que me conocía pero era mi hijo. En una de las cartas me dijo que la Cacalita estaba con ganas de irse y ahí me entero que se iba a ir a Buenos Aires. Cuando salí del cuartel pedí permiso para venir a Montevideo, porque acá estaba mi sobrina. Con ella teníamos una relación de hermana. Me lo dieron pero me tenía que presentar en una comisaría de menores que había cerca de la casa de ella, en San Salvador y Santiago de Chile. Ahí me presenté dos veces. Empecé a tener noticias de mi hijo que estaba en Buenos Aires. Me fui a Buenos Aires con terrible susto porque me tenía que presentar cada cierto tiempo en la comisaría. Cada escalón del avión que subía pensaba “me bajan, me bajan”. Me fui. Pedí que me fueran a buscar al aeropuerto de Buenos Aires y demoraron un rato largo por todas las maniobras que tenían que hacer para ver si no los estaban siguiendo. Yo fui pensando que mi hijo estaba preso. Y fui a buscarlo a todas las cárceles que pude pero no lo encontraba en ningún lado y no sabía qué había pasado con él. Incluso el día antes de viajar a Holanda viajamos a La Plata a presentar un habeas corpus porque nos habían dicho que estaba ahí. Pero hasta el día de hoy no sabemos que pasó con él. Lo levantaron de la calle y de ahí en más no supimos más nada.
- ¿Cómo fue el largo proceso en la búsqueda de noticias sobre el paradero de su hijo y, luego como grupo, de los otros desaparecidos?
- Hubo de todo. Mire, recuerdo que las primeras consignas eran “vivos los llevaron, vivos los queremos”. Igualmente, ya cuando salí de Argentina para mí mi hijo ya estaba desaparecido. Porque los comentarios en Argentina eran de ese estilo. Íbamos a determinados lugares a pedir ayuda, con Naciones Unidas, y ya entonces se hablaba de que “no estaban”, que no los encontraban, ¿no? Que estarían presos en algún lugar pero que no los encontraban. No que estaban muertos. Que estaban muertos te vas dando cuenta con el tiempo. Primero estaban detenidos, después desaparecidos, después muertos. Oías los comentarios y te dabas cuenta. Bueno, lo que pasa es que uno sabe, tiene conciencia que te falta, que no lo ves, pero al mismo tiempo lo buscas. Yo me acuerdo de haber corrido frente a la Universidad por una nuca, porque de lejos me parecía la nuca de mi hijo, pero no era. Y eso no me pasó solamente a mí. Con las madres hablamos y a todas les ha pasado algo parecido, es así. O que lo vieron cruzar la calle. Cosas de esas. Había una madre que lo ubicaba en diferentes lugares. Un día me dijo “sabes una cosa, Luisa? Ahora sé dónde esta mi hijo. Está en la Antártida, porque a él le gustaba ser buzo”. Y yo le digo “Pero Violeta… “ Y ella me interrumpió “no me digas nada. ¿Sabes una cosa? Dejame vivir y no me digas nada”. Después lo ubicaba en la selva paraguaya, en un sótano en Chile o en cualquier otro lugar. Ella vivía con eso. Se alimentaba de eso.
- Hoy en día, en su rutina diaria, ¿cómo está presente su hijo?
- Tengo el retrato de él en mi dormitorio. Dos por tres aparece. Y además en todas mis historias siempre está. Porque empiezo a hacer cuentos y siempre interviene por alguna u otra razón. Llega un momento en que ya no pensas que esta vivo. Me acuerdo de un juez que me dijo una vez “vayan a buscarlo a Europa”. Y yo le dije (pone cara seria) “vengo de Europa, allá no lo encontré”. Yo quisiera saber la verdad. Yo digo que quiero la verdad, porque para mí es la mayor de las justicias.
Luisa Cuesta murió en 2018, con 98 años, sin saber qué había pasado con su hijo.
Son memoria. Son presente. ¿Dónde están?
#nuncamás
Tomado de Facebook
(Publicación de Mauricio Rodríguez)
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