Mauricio Rosencof recibió una vez, dos veces, muchas, el premio Nobel de Literatura. Pocos lo saben, y no es de extrañar. La íntima ceremonia se realizó bajo tierra, en un cuartel, durante la última dictadura uruguaya. Curiosamente, invariablemente, el premio se lo entregó otro oriental, otro tupa, Eleuterio Fernández Huidobro. Los militares habían silenciado a Mauricio y Eleuterio, enterrándolos en vida. Y así y todo, o por eso mismo, durante diez años y medio, el Ruso y el Ñato hablaron con las manos. Es decir, con golpecitos en la pared que separaba sus calabozos subterráneos, tumbas de menos de dos metros por uno. Aislados, hambreados y medio muertos de sed, los tupamaros hablaron. Fue así: en vísperas de la primera navidad en cautiverio, Mauricio y Eleuterio sintieron la necesidad imperiosa de decir, la terca urgencia de escuchar, el porfiado deseo de comunicarse. Y allí, bajo tierra, Mauricio y Eleuterio reinventaron el código Morse. Y así, con golpecitos en la p