Por Fernando Gutiérrez Almeira
La mente animal, a la cual distinguiré aquí de la humana, se caracteriza por el apego “instintivo” a la realidad, es decir, por su compenetración realista con el medio ambiente en términos de las necesidades físicas concretas del organismo. El animal vive en la concreta relación de lo real con lo real, excepto quizás por alguna malinterpretación sensorial que no se puede descartar. Ese apego a lo real es justamente lo que podemos envidiar los seres humanos, pues por tal apego su vida es sencilla y carente de delirios. La mente humana en cambio, es simbólica y atomizada. Al decir que es simbólica me refiero a que en lugar de apegarse a la realidad coloca entre la realidad y ella misma el símbolo, la interpretación simbólica de la realidad. Esta mediación simbólica no es completa, claro, pues un total desapego de la concretez de lo real haría disfuncional la mente humana. El contacto sensorial, físico entre la mente humana y la realidad sigue existiendo, pero perturbada por esa mediación constante que se interpone aquí y allá. Al decir atomizada me refiero, a su vez, a que la mente humana se encuentra disgregada en mentes individuales sin apego “instintivo”, es decir, sin conexión profunda con un fundamento mental de la especie que en lugar de existir es sustituido por una coordinación simbólica a través de la turbulencia constante del lenguaje, de los intercambios comunicacionales entre las unidades individuales. Así el desapego simbólico con respecto a la realidad se asocia con una coordinación inter-simbólica entre las mentes individuales. Desde el punto de vista de la sencillez animal eso equivale a que los seres humanos en lugar de conectarse a lo real directamente en la simplicidad sensorial física, lo hacen principalmente a través de un delirio simbólico compartido por muchas individualidades que se atraen mutuamente en turbulencias simbólicas que les dan un fundamento errático e inconsistente a dichas individualidades necesitadas de tal fundamento. De modo que el fenómeno mental fundamental de la humanidad es el de los delirios masivos, delirios que necesitan ser duraderos y consistentes para ser medianamente útiles en esta conversión alienante que constituye la paradoja humana. La desventaja pero también ventaja inmediata (ambas consecuencias no se contradicen) de que los seres humanos se exciten mutuamente en delirios masivos para allegarse a la realidad sin lograrlo nunca por completo es que el desapego con respecto a la realidad concreta se vuelve en ellos tan importante como el apego.
Efectivamente, si el ser humano no fuera productor de delirios masivos entonces no se lo distinguiría del animal y su vida sería sencilla pero limitada. La producción de delirios masivos, por el contrario, le permite al ser humano un desapego tal de la concretez que mediante este desapego puede, en cambio, construir un submundo humano donde la relación con el mundo es mediada por los productos concretos del delirio. El universo de los instrumentos y técnicas humanas nacen de la mente humana por el esfuerzo mental de pasar de la zona simbólica a la zona concreta de relación con lo real y por lo tanto son la consecuencia de una lucha humana permanente por asentar el delirio en el contacto con lo real. De modo que los delirios masivos humanos son productivos, generan el ecúmene, recubren la realidad natural de una realidad contra-natural humana, artificial y conflictiva. Por lo cual la desventaja inicial del desapego delirante se le hace al ser humano una oportunidad para hacer realidad sus delirios y construir un submundo delirante humano. Pero por supuesto que no todo delirio tiene éxito en lo real, en términos de concreción. Se pueden delirar toda clase de aparatos mecánicos pero la infinidad de ellos excepto los que se apeguen mejor a las condiciones de lo real, permanecerán siendo ensoñaciones inútiles y fundamentalmente delirantes. Se pueden delirar toda clase de explicaciones acerca de los fenómenos percibidos pero la mayor parte de esos delirios no serán más que absurdidades, fantaseos religiosos improductivos, supersticiones, etc. Eso quiere decir, a su vez, que la ventaja del delirio masivo humano puede convertirse fácilmente en una desventaja si los delirantes persisten en el delirio a pesar de que no encuentran efectivamente el contacto con lo real. Si así lo hacen se convierten en ciegos negadores de la realidad y se hunden más y más en un delirio que puede ser un callejón sin salida tanto individual como social. Así ocurre muchas veces en las organizaciones sectarias que terminan en suicidios colectivos o formas atormentadas de conducta, organizaciones sectarias que a veces infunden sus delirios a organizaciones más complejas y exitosas como ocurrió con la transfusión de los delirios nazis al aparato de estado alemán, o como ocurrió al convertirse los delirios cristianos primitivos en una armazón ideológico del imperio romano lo que dio lugar a la creación de una institución totalmente delirante e improductiva como lo es la Iglesia Católica. En general todas las religiones que han existido o aún existen no son otra cosa más que delirios improductivos que se sostienen por la persistencia de sus agentes individuales, sobre todo sus sacerdotes y charlatantes, en conservar el delirio como una fuente de autoresguardo frente a las inseguridades que implicarían para el individuo abandonar ese delirio y sustituirlo, al menos por un tiempo, por la búsqueda de un nuevo sistema de interpretación delirante más apegado a la realidad.
En ese sentido la filosofía tiene su razón de existencia en el combate al delirio no como tal sino como delirio improductivo y desapegado de la realidad. La filosofía tiene para ello que jugar siempre la basa de la desconexión individual respecto de los delirios masivos vigentes, tiene que ser crítica en el sentido de que el filósofo tiene que arriesgarse a construir su propio sistema de interpretación de lo real con la esperanza de que este se apegue mejor que aquellos delirios a la realidad concreta. Por supuesto que el filósofo jamás dejará de ser él también un delirante en el sentido de que estará construyendo una figuración simbólica de lo real en lugar de limitarse como el animal a ponerse en contacto con la concretez sencilla de la existencia. Pero su esfuerzo es fundamentalmente útil en la medida en que los seres humanos no pueden dejar de ser lo que son y lo correcto es orientar su ser preexistente de la mejor manera. Eso convoca al filósofo a compartir su filosofía pues sabe, aún sin pensarlo, que su tarea consiste en inocular su delirio particular en la masa humana haciendo que el delirio masivo concomitante sustituya los fallidos delirios colectivos preexistentes. Por supuesto que la tarea del filósofo tiene un punto de partida demasiado débil, demasiado exiguo en fuerzas e influencia pero eso no quita que los filósofos han efectivamente tenido un gran éxito en cuanto a orientar mejor a la humanidad en relación a lo real y han apartado a las religiones, supersticiones y demás delirios inútiles y tóxicos del camino central del progreso humano para que este sea posible. La corona de la tarea filosófica vino a ser, por supuesto, la ciencia, que aunque no carente por momentos de incrustaciones delirantes peligrosas como las teorías eugenésicas o el racismo, sintetiza muy bien los esfuerzos generales inicialmente filosóficos e individuales en un esfuerzo comunitario por construir un delirio de lo real que al lograr gran apego a la concretez le permita construir al ser humano un submundo mucho más eficiente dentro del campo de lo natural.
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