El domingo 29, Daniel Viglietti pasó el día con su familia, en la casa de una de sus hermanas. El viernes 27 había actuado en Las Piedras en un homenaje al Che Guevara y el sábado 28 había concurrido a la entrega del Premio Guitarra Negra a su amigo y colega Washington Carrasco en una vieja casona de La Blanqueada. Cuentan quienes lo conocieron íntimamente que en los últimos meses había recobrado el ánimo y la energía luego de un período de cierto decaimiento, en el que enfrentó algunos inconvenientes de salud propios de su edad. Este año había retomado la actividad artística y en las últimas semanas trabajaba a pleno, entre los escenarios y sus programas en radio y televisión Tímpano y Párpado, en los que volcó su extenso archivo de música latinoamericana y los cientos de entrevistas realizadas durante toda su vida. A principios de octubre había actuado en el Antel Fest, en Piriápolis, ante más de diez mil personas (el recital se puede ver íntegro en Vera+). En las últimas semanas se presentó en varias ciudades de Argentina, Chile y Bolivia, donde había actuado en actos por los 50 años de la muerte de Guevara. Lo esperaba un ajetreado fin de año, lleno de proyectos y con la agenda cargada. El martes 31 empezaba a ensayar con su grupo para presentarse en El Galpón el 1º de diciembre, en lo que sería su retorno a las grandes salas montevideanas después de varios años, y el sábado 4 iba a presentarse en el homenaje a Violeta Parra, en la Zitarrosa. El lunes 30 por la mañana se sintió mal y se trasladó al SMI, donde le fue detectado un cuadro coronario grave. Poco antes de las ocho de la noche, a los 78 años, Daniel Viglietti falleció en una habitación de la ex Impasa debido al colapso de su arteria aorta por un aneurisma.
En una figura como Viglietti es imposible separar al artista del militante o del activista. Siempre fue todo junto. Hijo de músicos de escuela clásica, poco después de formarse como guitarrista con un pionero como Abel Carlevaro, su carrera enfiló para la música popular de raíz folclórica con múltiples lazos estilísticos con América Latina y España. Y con su disco consagratorio, Canciones para el hombre nuevo, de 1968, lanzó una declaración de principios musicales y conceptuales, que lo acompañó hasta el fin de semana pasado. Viglietti fue un hombre de fuertes convicciones ideológicas, que defendió la revolución armada en Latinoamérica, solo que en vez del fusil que portaba el brazo del hombre nuevo, el suyo era de madera y con seis cuerdas. Incluso hay testimonios de que inicialmente integró filas tupamaras, formó parte de algunos operativos y luego optó por su rol de artista militante.
Gran parte de su repertorio está impregnado de su ideología, en versos propios y ajenos. Y buena parte de sus versos y opiniones fueron profundamente controversiales. Para algunos, totalmente perimidos y para otros, vigentes hasta la médula. Como los de esa joya musical llamada Milonga de andar lejos, los de Ana Clara y ni que hablar los de A desalambrar, que dividieron y seguirán dividiendo aguas allí donde suenen. Su compromiso integral con los principios en los que creyó está fuera de discusión. También la coherencia de no variarlos. Aunque ese férreo apego a los valores que abrazó en su juventud también le valió detractores. En las últimas décadas sus energías se concentraron en la defensa de las causas de derechos humanos en Uruguay y Latinoamérica. Y un concierto suyo siempre fue un acto artístico y a la vez un ferviente testimonio de sus posturas políticas e ideológicas. Los aplausos fueron siempre tan fuertes para las canciones como para sus alocuciones entre ellas.
Existe una sólida unanimidad crítica sobre sus notables condiciones como guitarrista, compositor, intérprete, e incluso como poeta. Más allá de las discrepancias o coincidencias con el fondo, las virtudes de la forma son evidentes en temas como Gurisito, El Chueco Maciel, Otra voz canta, Esdrújulo o El vals de la duna.
Viglietti fue uno de los pioneros locales de la figura del cantautor, central en la música uruguaya que mantiene todo su vigor. Juega en las mismas ligas que otros pilares del canto popular uruguayo como Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños, Osiris Rodríguez Castillos, Aníbal Sampayo y El Sabalero. Y en el continente su nombre está en las mismas listas que los de Violeta Parra, Víctor Jara, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Mercedes Sosa y Chico Buarque.
La real dimensión popular de una figura —de cualquier área— suele apreciarse en el momento de su muerte. Y el martes 31 recibió el cariño de varios miles que se reunieron en el Teatro Solís, desbordado sobre el mediodía, a la hora de salida laboral, cuando se formó una gran fila en la explanada que alcanzó a dar la vuelta por Ciudadela. En el foyer repleto de gente de la cultura, referentes políticos y sindicales, junto al féretro, un par de altavoces emitían sus canciones, aplaudidas como en un concierto. Un recital íntimo, con algunos hablando bajito y muchos escuchando atentamente, en actitud ceremonial. Los pasillos del teatro estaban repletos de flores. Incluso se vio a algunos amuchados en las ventanas del entrepiso para apreciar el salón desde lo alto.
Pasada la una de la tarde, un joven alto, delgado y de boina negra se sentó en la escalinata exterior con una guitarra y comenzó a cantar. Rápidamente fue rodeado por la multitud y juntos corearon clásicos como Milonga de andar lejos y Llamarada. Por momentos, cuando la muchedumbre se quedaba sin letra, se hacía un silencio y se oía la voz del muchacho que volvía a contagiar el canto. Momento emotivo, de verdad. A un costado, su amiga Hortensia Campanella, actual consejera del Sodre, recordó que lo conoció en Madrid en tiempos del exilio. “Recién había nacido su hija Trilce y me dijo: ‘Ya vas a ver cuando seas madre, te vas a pasar horas contemplándolo, como en un pesebre’. Y después lo comprobé”. Mario Carrero destacó su labor decisiva como difusor de artistas latinoamericanos en Uruguay: “Gracias a él muchos conocimos a músicos como Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Después que fundó el sello Ayuí junto a Coriún (Aharonián), traía discos que nunca habían sonado en Montevideo”. Braulio López intentó enfocarse en una imagen concreta pero la emoción se lo impidió: “Son demasiados recuerdos compartidos que se agolpan en la memoria”, sollozó con los ojos empañados. Como los de Elbia Fernandes, su productora de los últimos años, quien en la madrugada regresó de apuro desde Buenos Aires. “Estuve conversando con él durante una hora y media el sábado. En los últimos meses había vuelto a trabajar a pleno y estaba lleno de proyectos. Lo vamos a extrañar demasiado”.
Con las horas fueron llegando palabras de sus amigos en otras tierras. Como las de Ismael Serrano, Silvio Rodríguez y las fraternales líneas de Joan Manuel Serrat, visiblemente tocado: “Nos hemos quedado más solos”, escribió en El País de Madrid. “1972. Montevideo. Allí nos conocimos. Tú estabas en la cárcel, yo lo supe y desde el escenario me puse a cantarte con la esperanza de que mi voz llegase a tu calabozo”, empezó. Y terminó así: “Morirse es grave, efectivamente, pero a fin de cuentas somos los vivos los que cargamos con lo que ha ocurrido. (…) A partir de ahora nos toca bregar con tu ausencia. Chau, flaco”.
Tomado de:
https://www.busqueda.com.uy/nota/timpanos-y-parpados-huerfanos
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