Vivir el momento presente, aquí y ahora,
es el consejo de los sabios en las más importantes tradiciones de la
humanidad, porque “somos lo que no somos”, según Hegel, sino lo que
estamos siendo.
La iluminación nunca viene de afuera sino que se alumbra como un despertar al caer en la cuenta de la realidad. Mañana no es una realidad sino una hipótesis sobre la que sería insensato apostar nuestra existencia. Ayer ya pasó, y lo hemos asimilado haciéndolo nuestro.
Cada etapa de la vida tiene sus propias
riquezas y tenemos que buscar la armonía y aspirar a la serenidad que
nos permita ser nosotros mismos.
Esa es la clave de la identidad, que es
lo que nos hace ser lo que somos y hace que los otros nos reconozcan
como somos. Es un proceso, no una conquista. Una experiencia que nos
muestra los elementos distintos y hasta contradictorios con los que está
formada nuestra personalidad. Si nosotros nos ocupamos en gestionar
nuestras contradicciones, mantendremos alejada la esquizofrenia que nos
amenaza.
Es importante saborear el propio
conocimiento que nos lleva al respeto del otro. No como objeto de
nuestro amor o de nuestra responsabilidad, sino como sujeto que sale al
encuentro y nos interpela, para hacer juntos el camino.
Caer en la cuenta de que a todos compete
el disfrutar de los bienes comunes nos abre hacia horizontes de
plenitud, bondad y belleza. Porque son auténticos, y autentikós es el que tiene autoridad sobre alguien y lo promociona.
No añoremos el pasado en una nostalgia estéril,
sigamos en el camino. Sin atormentarnos por un futuro que no existe,
sino que lo vamos haciendo. Como el tiempo, y hasta como el espacio que
se define por sus contenidos. Esa es la elegancia verdadera, que el vaso
no sea más que la flor.
Y después, si hubiera algo, nos
acogeremos al razonamiento de Sócrates: “bien me ha valido haber seguido
el camino de la virtud”. Y, si no hay nada, “me compensa haber tratado
de vivir con coherencia y plenitud”.
Dentro de cualquier anciano hay un joven
preguntándose qué ha sucedido. No hablamos de ancianos amargados porque
sienten que sus vidas no son lo que podrían haber sido. Se sienten
estafados. Nadie les enseñó a amar la vida, a amarse a sí mismos, a
asumir el único sentido de la existencia: ser felices dentro de las
limitaciones propias de la edad. Y de ese peligro de ir “haciéndose
invisible”, de no estorbar, de asumir que vives en tiempo de descuento,
en prórroga añadida y que debemos tratar de celebrar, de disfrutar y de
no amargarnos. Todo tiene su tiempo, y el misterio su eternidad cósmica;
porque nada se crea ni se destruye, todo se transforma. ¿Acaso nos ha
preocupado de dónde venimos y cómo “éramos” antes de nacer? Pues lo
mismo sucederá al entrar en el silencio, tranquilos porque vivir hasta
morir es vivir lo suficiente.
Estar feliz es saberse uno mismo, hacer
las cosas porque nos da la gana, no porque lo manden o para alcanzar
méritos para ultratumba. Esto es un chantaje, posponer la felicidad para
mantenernos dominados y sumisos. Han hecho de la obediencia una virtud.
Un buen pueblo, para el que manda, es un rebaño que pasta sin hacer
ruido.
Es urgente la rebelión de las personas
mayores que padecen su soledad como antesala de la muerte. Nunca es
tarde para madurar sin confundir envejecimiento, que es cosa del cuerpo,
con madurez que es crecer hacia dentro y saborear la vida. Las arrugas
son hereditarias. Los padres las reciben de los hijos.
Descubrirnos gotas en un océano de
silencio es trasformar la existencia en una celebración. Es descubrir el
universo en el rocío.
No hay mayor provocación que ser uno
mismo. Atreverse a ser, a discrepar, a gozar y a realizarse en armonía
con el universo. El sabio acepta la realidad imponiéndole su sello: para
hacer lo que queramos tenemos que querer lo que hacemos. Porque nada
puede morir, tan sólo cambiar de forma. La existencia nada sabe de la
vejez, sabe de fructificar. Ya tenemos lo que buscamos. Hay que
despertar.
Madurez significa que hemos llegado a
casa. La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste. Todavía
queda tiempo para despertar porque, ¿y si la muerte fuera la vida y
ésta una circunstancia en el espacio y en un tiempo que ni siquiera
existen sino que son formas de entendernos? Hablar por hablar y para
superar el miedo a lo desconocido. Pero, con todas sus farsas, trabajos y
sueños rotos, éste sigue siendo un mundo hermoso. Permanezcamos alerta y
descubriendo momentos felices.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC
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