Según la “Edda menor” (S. XIII), Las valkirias, deidades femeninas menores de la mitología nórdica, sirven a Odín, quien las envía “a todas las batallas. Asignan la muerte a los hombres y gobiernan la victoria”.
Mis dos crónicas anteriores han tratado sobre las filmaciones realizadas en abril de 1945 en la Baja Sajonia y particularmente en el campo de concentración de Berger Belsen. Más allá de las imágenes del horror, confieso que fui hipnotizado por los planos cercanos de varias mujeres SS, guardianas de los campos. El cine nos ha proporcionado abundante material sobre los sádicos verdugos masculinos de los campos pero casi nunca de las mujeres, salvo la indulgente versión de El lector (2008) y la inconclusa La pasajera (Andrzej Munk, 1963). De las imágenes filmadas pasé a buscar sus fotos y sus historias. “me campaneé”, diría el tango, largo rato en sus ojos y en sus rostros impávidos. Recordé el monólogo de Lady Macbeth: “Arrancadme mi sexo y llenadme del todo, de pies a la cabeza, con la más espantosa crueldad! […] ¡Venid hasta mis pechos de mujer y transfor-mad mi leche en hiel, espíritus de muerte que por doquier estáis.”
Luego, estudiando el juicio de Bergen Belsen, al que fue sometido todo el personal del campo, me sorprendí al ver que de los 46 encausados, 22 eran mujeres. Me sumergí en las actas del juicio: tres fueron sentenciadas a la horca -ejecutadas el 13 de diciembre de 1945-, once a penas de entre 10 y 15 años de prisión, tres a penas menores y cinco liberadas. Estás últimas, al igual que las que recibieron penas menores solían ser cocineras o encargadas de la ropa, que al menor intento de robo de una papa, un nabo, un par de medias, golpeaban duramente a los prisioneros. De las actas del juicio se desprende que la pena dependía menos de la hipotética indulgencia que de los instrumentos que usaban: palos, látigos o cinturones (la alegación más habitual).
La investigación me llevó hasta la reseña de un libro de Kathrin Kompisch: Perpetradoras. Mujeres en el nacionalsocialismo (Böhlau Verlag, Köln, 2008), que solo se encuentra en alemán. La autora dice: “La participación de las mujeres en los crímenes de los nazis se ha colocado fuera de la conciencia colectiva de los alemanes durante mucho tiempo”. Se ha preferido guardar la imagen oficial de la mujer del Tercer Reich: rubias de rostro fresco y puro, retratadas en tonos suaves, prolíficas amas de casa, secretarias y asistentes, devotas del Führer. Sin embargo, la verdad es que “las mujeres participaron en todos los niveles de la mayoría de los crímenes infames y brutales del Tercer Reich”.
En primer lugar estaba la aristocracia femenina cuya representante más significativa fue la implacable Magda Goebbels, pero al mismo tiempo, unas 3.200 mujeres sirvieron con la mayor crueldad en los campos de concentración. Las guardianas mujeres eran generalmente de clase media baja, mayormente inadaptadas sociales.
Fueron ellas quienes cargaron con la indeseada celebridad y la coartada de la excepcionalidad: casos como el de Hermine Braunsteiner, apodada ‘La Yegua’, porque asesinaba a los prisioneros dándoles patadas con botas reforzadas con hierro, cruel asesina de niños y mujeres que infamemente la sacó barata por dos veces. Dorothea Binz, que, con menos suerte, fue ahorcada en Hamelín el 2 de mayo de 1947.
Entre las juzgadas en Bergen Belsen, destacan Irma Grese, Elisabeth Volkenrath y Johanna Bormann, ahorcadas el 13 de diciembre de 1945. Grese era una belleza germánica de 22 años que elegía para torturar y enviar a la muerte a aquellas mujeres que a pesar de sus penalidades mantenían aún algo de belleza física. Su carrera nazi había comenzado denunciando a su padre. “Irma Grese es la mujer más depravada, cruel y pervertida que he conocido”, escribió la Dra. Olga Lengyel, una de las sobrevivientes. Elisabeth Volkenrath tenía 26 años y una larga carrera criminal en los campos. Johanna Bormann justificó que se había unido a las SS en 1938 “para ganar un buen dinero”, la llamaban “la mujer de los perros”. Antes de ser ejecutada dijo “Yo tengo mis sentimientos”. También cuenta el personal médico que hacía los terribles experimentos con seres humanos. Karin Magnussen era una bióloga brillante. Trabajó con Josef Mengele en Auschwitz, usando los globos oculares de prisioneros todavía vivos para estudiar la pigmentación del iris humano.
Increíblemente se salvó de los juicios. En 1949 publicó “Sobre la relación entre la distribución histológica de pigmento, el color del iris y la pigmentación del globo ocular del ojo humano”. Por entonces trabajaba en un liceo para niñas en Bremen. Le seguían interesando las pupilas, pero a falta de prisioneros vivos, experimentaba con conejos. Murió, relativamente tranquila, en 1997. La Dra. Ruth Kellermann, otra de las asistentes en los experimentos, pasó desapercibida hasta 1986 cuando fue juzgada, aunque salió libre y sin disculparse por su pasado, si es que a alguien le importaba.
Herta Oberheuser era dermatóloga. Sus experimentos fueron de los más perversos y dolorosos. Infligía heridas a los prisioneros y las infectaba para simular las heridas de los soldados alemanes que combatían en el frente. También experimentó con niños. Fue sentenciada a 20 años de cárcel, aunque consiguió la libertad a los diez años por buena conducta. Volvió a ejercer la medicina como médico de familia en Stocksee, Alemania hasta 1958, cuando una superviviente de Ravensbrück la denunció.
Por otro lado, los ejemplos de la banalidad del mal. Había centenares de secretarias que trabajaban para todo el aparato nazi. Gertraud “Traudl” Humps, retratada en la película La Caída (2004) es un buen caso, seguramente menos inocente que la imagen cinematográfica. Pero tampoco deben olvidarse las amas de casa que aguardaban al marido y tenían los bebés que el régimen ansiaba. Después de todo, eran ellas quienes hacían cola en los almacenes del gobierno para comprar los muebles, joyas, electrodomésticos y ropa de sus vecinos judíos que habían desaparecido en la noche sin una palabra. También eran ellas valkirias de Hitler.
Original en: http://www.elpais.com.uy/opinion/valkirias-hitler-columna-luciano-alvarez.html
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