Por Leandro Grille. (19/3/17)
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Cerca de 4.000 uruguayos fueron atrapados por la desconexión entre la realidad y el relato mediático que se verifica cotidianamente en Argentina. Esa distancia, que es un componente de la manida “grieta” que dividiría a los argentinos entre kirchneristas y antikirchneristas, peronchos y gorilas, zurdos y fachos, negros y tilingos, CEO y choripaneros, alcanza todos los aspectos de la vida social y, en ocasiones, puede engullir a turistas, visitantes y melómanos. Ese fue el caso el pasado sábado 11 de marzo, cuando se produjo el concierto mulitudinario más importante de la historia del rock argentino: el recital del Indio Solari y los Fundamentalistas del Aire Acondicionado.
Para todos los que no fuimos, el último concierto del Indio Solari será una incógnita duradera: el misterio de Olavarría. Desde la misma noche del sábado exótico, una porción mayoritaria de la prensa argentina, fogoneada por la irresponsabilidad de la agencia Télam, que es la voz oficial del gobierno nacional de ese país, se empeñó en instalar que el show ofrecido por el exvocalista de la mítica banda platense Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota había devenido tragedia, con muchos muertos, multitud de lastimados y desaparecidos. Las primeras versiones cifraban entre siete y catorce las personas fallecidas víctimas de avalanchas humanas, centenares de heridos de diversa gravedad que habrían hecho colapsar las instalaciones sanitarias de esa ciudad de la provincia de Buenos Aires, y un contingente indeterminado de desaparecidos. Sin embargo, con el paso de las horas los números de la tragedia se fueron acotando hasta confirmarse la muerte de dos personas, cuyas autopsias indicaron paro cardiorrespiratorio, un combo de alcohol y drogas, sin evidencia de aplastamiento, unas decenas de personas atendidas en el hospital municipal de Olavarría, en su mayor parte con cuadros leves por el consumo excesivo de sustancias, algunos contusos y, presumiblemente, algunas pocas personas que no han retomado el contacto con sus familiares, pero sin denuncias concretas, y ya no en Olavarría, porque un rastrillaje hecho por 500 militares, para encontrar gente perdida o muerta en las inmediaciones de la localidad, no halló a nadie.
El Indio Solari había advertido días antes del concierto que podía haber intenciones de empañar la fiesta. Le pidió a la gente que no fuera imprudente y que se cuidaran: “La canalla no descansa nunca”. El problema era claro para un hombre de la inteligencia de Carlos Indio Solari. Su dimensión artística, su incomparable poder de convocatoria, y su identificación con la parte izquierda de la “grieta” –aunque expresamente rechace ser considerado un militante– lo habían transformado en una “rata kirchnerista” para los partidarios del gobierno de Macri, así que no se podía descartar que, confundidos en la multitud, hubiese gente interesada en generar incidentes.
El sábado cientos de miles de personas llegaron a Olavarría a una misa que podía ser la última, ahora que se sabe que el Indio, de 68 años, padece del mal de Parkinson. La ciudad, una pequeña urbe de 100.000 habitantes al centro sur de la provincia de Buenos Aires, gobernada por un intendente de Cambiemos había previsto la afluencia masiva, pero todas las expectativas se quedaron cortas: entres 350.000 y 500.000 personas multiplicaron la población de Olavarría y se acercaron al predio de 18 hectáreas conocido como La Colmena para ver al Indio. Como siempre sucede, muchos llegaron con sus entradas, pero otros miles se acercaron sin ellas, confiados en que, comenzado el show, las puertas se abrirían para que ingresaran los que quedaron afuera, que aparentemente eran entre 50.000 y 100.000 personas. Durante el concierto murieron dos personas de paro cardiorrespiratorio y el Indio debió detener varias veces el espectáculo para pedir que se corriera hacia atrás la muchedumbre que se agolpaba en el escenario, para atender a personas ebrias y evitar el sofocamiento de la gente.
La muerte de esos dos asistentes entre casi medio millón de personas fue utilizada para desplegar un verdadero terrorismo comunicacional, instalando la idea de una tragedia incuantificable, al punto de que todos los concurrentes estaban en peligro. En Uruguay miles de personas se volcaron a las redes sociales buscando a seres queridos que habían viajado a Olavarría y se difundieron teléfonos de consulados, listas de ingresados en el hospital municipal, compañías de ómnibus, terminales, en una psicosis desatada, como si Olavarría fuera una zona de desastre. Para colmo, la enorme presencia de visitantes, que más que triplicaban a la población local, supuso el colapso de las vías de comunicación celular, por lo que la gente masticaba su angustia sin poder ponerse en contacto con nadie, esperando la llamada o la confirmación de que un hijo, un hermano, un amigo, estaba sano y a salvo, regresando a casa.
Mientras tanto, en miles de vehículos, ómnibus, camiones (imaginemos que para desconcentrar 450.000 personas se precisan 10.000 ómnibus de larga distancia), la gente iba retornando a sus casas, y quedaba un remanente de los que habían llegado a dedo o habían perdido su pasaje de retorno. Entre todos ellos, los 100 ómnibus que trasladaban uruguayos, en los que la gente venía en paz, contenta por el concierto que habían disfrutado, comentándose todos y en su inmensa mayoría, sin tener ni la más mínima idea de lo que estaba sucediendo en la cabeza de los que esperábamos una llamada, un mensaje que nos tranquilizara ante las versiones de catástrofe que propagaban los medios.
Y empezaron a llegar. Y a desayunarse de que habían vivido una realidad que no tenía nada que ver con lo que se había instalado como realidad. Obligados a discutir con gente que les negaba haber vivido lo que habían vivido. Que quería aleccionarlos sobre el lodazal de sangre y desidia en el que se habían sumergido, mientras ellos y ellas creían que estaban escuchando rocanrol. Les hablaron de los muertos, de las malditas avalanchas, del caos organizativo, de las dificultades para salir, de la gente apelotonada, herida, aplastada, asesinada por la codicia del Indio, esa supuesta rata kirchnerista que viaja en avión privado mientras sus fanáticos descerebrados se hunden en el barro, se drogan con mierda y respiran por cuenta gotas.
Y finalmente, las autopsias revelaron que los dos muertos fallecieron por paro cardíaco, sin señales de aplastamiento, sin haber sido asfixiados, aquejados por males previos agravados por la cantidad de alcohol y drogas que habían consumido. En suma, dos trágicas pérdidas que no pueden ser imputadas ni al evento, ni a la organización, ni a las inconductas masivas ni mucho menos a la gente, al Indio Solari o al kirchnerismo.
En Woodstock murieron tres personas. Entre ellos, uno por sobredosis y otro, menor de edad, atropellado por un tractor. Carlos Santana bajó en helicóptero. Todo el mundo cobró. La gente vivía rodeada de basura porque nadie limpiaba. Pero hoy es recordado como el recital más maravilloso de la historia. Hay decenas de documentales hablando de amor, música y ácido lisérgico en ese campo en Bethel, estado de Nueva York. Y está bien que eso sea lo que se recuerde, porque esos jóvenes hippies de Estados Unidos, en 1969 practicaban una forma de resistencia al gobierno imperialista de su país, empecinado en conquistar Vietnam.
¿Por qué ahora hay que significar el concierto del Indio como una tragedia? Murieron dos personas y eso es siempre triste, pero la muerte es eventualidad posible, y los dos fallecidos podían haber muerto en sus propias casas, dado lo que consumieron y su estado de salud previo. Olavarría no fue Cromañón. Olavarría no fue una guerra. Fue el concierto más masivo que se recuerde, donde hubo muchos problemas, pero donde la gente demostró, una vez más, que se puede cuidar sola, porque a la salida, la Policía dejó un espacio angostísimo para evacuar a la multitud, una zona liberada sin patrullaje para el desastre. Y nada. No pasó absolutamente nada. El pueblo era una fiesta.
Fuente: RED FILOSÓFICA DEL URUGUAY
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