Fue
por la tarde. La visión en rojo cruzó por su mente como un fogonazo.
Cerró los ojos doloridos. Vio una planicie interminable. Desierta y
roja. Lo supo de inmediato. No había dudas. Él moriría esa noche.
Terminaban de comunicárselo desde algún lugar remoto y rojo. Rojo
enceguecedor. Había oído hablar de casos de premoniciones. Como el de
aquel muchacho fotografiado en los diarios. A último momento se había
negado a subir al avión que cinco minutos después de despegar se
deshacía en el aire. Pero esto que él terminaba de saber no había forma
de evitarlo. Al menos, él no la conocía. ¿Por qué a mí?, se preguntó.
Podía tocarle a cualquier otro. A cualquiera, insistió.
Llegó
a su casa conteniendo apenas la angustia. Contestó con evasivas las
preguntas de su mujer. No quería hablar. Únicamente se animó a pedir que
esa noche cenaran todos juntos, ellos dos y su hijo. Lo observaban en
silencio, pero no hacían preguntas. Siguieron comiendo. Era evidente que
no era el mismo de siempre. Nunca le habían notado una expresión de
tanta tristeza. Les pareció que estaba a punto de derrumbarse. Y él no
tuvo valor para abrazarlos. Simplemente se levantó de la silla, dijo
“hasta mañana”, y se acostó. En la oscuridad del cuarto, mientras oía a
la esposa lavar los platos en la cocina, lloró desconsolado. Será acá en
la cama, se dijo. De golpe me quedaré rígido. Me descubrirán por la
mañana, encontrarán mi cuerpo frío entre las sábanas revueltas. Flaqueó
otra vez. A cualquier otro debería pasarle. Sí, a cualquiera, subrayó.
El rojo reapareció debajo de sus párpados. No quería dormirse. Fue
inútil. Un escalofrío y se quedó dormido. En las penumbras del sueño
continuó el deseo de que le ocurriera a cualquier otro. A cualquiera.
Al
día siguiente, a las siete y media en punto, como todas las mañanas, se
despertó. Abrió los ojos. El amarillo rojizo del sol a punto de
estallar lo hizo pestañear. Se acarició el cuerpo y tembló agradecido al
recibir la luz que se colaba por las rendijas de la persiana. Se dio
cuenta de que estaba transpirado cuando estiró el brazo para tocar a su
mujer. Tenía el pijama pegado al cuerpo. Ella todavía olía a caldos y
guisos de la noche. Quería despertarla, hacerla participar de tanta
maravilla. Todo le resultaba nuevo. Nuevo flamante. Hasta el sol
trepando por las paredes del cuarto. Su mano terminó posándose sobre un
cuerpo helado. La mujer continuó quieta en la parte de la cama todavía
no iluminada. No se movió. No se enteró de la mano de su esposo. Su
rigidez ya no le permitiría disfrutar ese placer.
Tomado de: http://narrativabreve.com
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